Nos ha tocado vivir en una época en la que tendemos a la clasificación de todas nuestras actividades. Las propias y las ajenas. Nos pasamos el día buscando etiquetas y acomodo a cada una de nuestras ideas. Empleamos un tiempo precioso en colocar a cada persona que nos rodea en un apartado concreto. No puede salirse nadie del guión.
Esto se acrecienta aún más cuando ponemos el foco en la edad. Enseguida aparece ante nosotros el juez implacable y severo que siempre nos acompaña y nos ordena, de manera tajante, cómo debe actuar y comportarse cada persona en función de la edad que tiene. Qué juez tan injusto, dirán unos. Pero le concedemos la posesión de la verdad.
Todavía acumulo en mi rostro la emoción de haber celebrado mi cumpleaños en fecha reciente. Este año, quizás por la cifra, por la forma de la celebración, por las personas con las que estuve o por la mezcla de todo ello, ha sido una ocasión muy especial.
Uno de los comentarios que he escuchado en estos últimos meses con bastante frecuencia ha sido: “Bueno, es momento de…” y cada persona añadía un final para esta solemne frase. Cada contertulio me daba su visión particular del momento especial y, aunque eran distintas, todas coincidían en la misma idea: la arena de nuestro reloj está llegando a su fin. El tiempo se nos está agotando.
Percibía en todas esas palabras cierto derrotismo acompañado de una buena dosis de resignación. Dos palabras que no pertenecen a mi vocabulario y su combinación menos aún.
Parece que nos anuncian que es hora de ir cerrando puertas tras nosotros que ya no se van a volver a abrir. Todo el mundo sugiere que hay que clausurar ciertas habitaciones de nuestra vida porque ya no van a poder ser habitadas de nuevo.
El conformismo es la materia prima de nuestro ocaso.
Siempre es momento de principio y de análisis. De ver todo el camino recorrido y de intuir cuánto sendero queda delante de nosotros.
Las celebraciones de la edad nos dan argumentos para justificar todo lo que hemos hecho y aprobar, con mejor o peor nota, las asignaturas de nuestra vida. Aquellas en las que nos hemos matriculado de una forma más o menos voluntaria. En algunas, superamos la prueba con una calificación excelente, mientras que en otros casos no pasamos del aprobado raspado.
Oímos constantemente que una gran parte de la actividad del ser humano va ligada a sus capacidades físicas. Y así, tendríamos por lógica que encontrar la plenitud de la vida en la juventud. No siempre se produce esa unión. Hay veces que nos sorprendemos de manera espectacular contemplando a “gente de edad” realizando actividades que no les “son propias”.
Es cierto, y sería estúpido si lo negase, que la edad es un pasaporte que te posibilita el viaje, pero no es el requisito que nos permite cruzar fronteras. Los límites los establecemos nosotros, incluso deliberadamente.
Siempre he sido inconformista con el pensamiento único y dirigido. En la discusión de las ideas reside la riqueza de este. La edad comporta una serie de cambios que provienen de la experiencia. No es que se esté de vuelta de todo (en algunos ámbitos, rotundamente sí) pero la perspectiva es distinta.
La experiencia combinada con la curiosidad es la receta mágica para no envejecer jamás. Y no hablo de envejecimiento físico, que es irremediable, si no mental. Lo peor que le puede pasar a un ser humano es que su cabeza decida hacerse vieja. Y nosotros contribuimos en muchas ocasiones a que esto ocurra. Vamos al gimnasio para mantener nuestro cuerpo tonificado, pero dejamos nuestra cabeza abandonada en las taquillas de los vestuarios.
Me niego en rotundo a equiparar edad con momentos de desidia mental. El tiempo reside por igual en nuestra piel y en nuestras neuronas. A la primera, la hidratamos y la cuidamos; a las segundas, les atamos velas de cumpleaños que no les dejan respirar.
Todos los días deben ser el inicio de algo grande. O minúsculo. Trascendente o liviano. Debemos crear todos los días, independientemente de la fecha que esté marcada en el calendario. Hemos de poner nuestra cabeza a trabajar intensamente en ideas que quizás nunca se nos hubieran ocurrido o en proyectos y empresas que provoquen la sonrisa al que nos oiga contarlas.
El inicio de todo reside en nosotros, con más o menos canas. Somos la mecha que incendia un fuego que nunca debe apagarse. Todo está por crear. Día a día. Mes a mes. Año a año. Una fecha en un formulario no debe ser excusa para ponernos en marcha.
“¿Y si me canso?”, me han preguntado en ocasiones. La respuesta es sencilla. Te sientas, tomas aire y miras entorno a ti. ¿La vida se va a parar a tu alrededor? Si esto no va a ocurrir, ¿crees que debes detenerte?
La edad es la mejor excusa para echar a andar, para pensar, para creer en los otros, para inventar lo inimaginable, para reír y disfrutar, para reflexionar y para transmitir.
Por lo tanto, no me voy a parar y escribiré todo aquello que siempre aplacé. Escucharé toda esa música que espera en alguna estantería. Leeré todos los libros que no encuentran hueco para instalarse en mis manos. Pasearé por aquellos senderos que siempre evité buscando el camino llano y sin dificultades. Conversaré con todos aquellos que el reloj me obliga a posponer una charla relajada.
Realmente no voy a hacer nada distinto de lo que hago todas las horas de mi día. ¿Por qué debería hacerlo? No nos aferremos a falsas excusas que dominan nuestra vida. Es la comodidad de negar la evidencia. No avanzamos porque no queremos. Es momento de reclamar vivir sin pensar en limitaciones, ni siquiera las que nos inventamos por necesidad.
Cada día tengo más edad, es una realidad, pero todos los días pienso que son el inicio de todo.
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