El inicio de este artículo iba a ser algo así como “descubro todos los días las ventajas de la sencillez y la simplicidad.” Esta era una nota que llevaba mucho tiempo guardada en mi cuaderno de ideas y, cuando la vi, me di cuenta de que podía ser una entrada por sí misma en esta página.
El tiempo, también la edad, me han ido conduciendo hacia un camino en el que las dos palabras principales que mencionaba en la frase se han convertido en líneas que delimitan todo aquello que hago. Adjetivos como rebuscado, complicado, complejo o enredado los he ido sustituyendo por otros que transmitan claridad como fácil, cómodo, asequible o simple.
No se trata de obvios juegos de palabras, lo que trato de explicar es que cuanto más claros y sencillos sean nuestros pensamientos o nuestras acciones, mejor resultará. Mejor me resultan a mí.
Como apasionado del arte que soy, existe un término en su propio argot que es barroquizar. Probablemente esté en desuso, pero ejemplifica lo que quiero expresar a la perfección.
En la sexta acepción del Diccionario de la Lengua Española de la R.A.E, algo barroco es un adjetivo que califica aquello que está excesivamente recargado de adornos. Este es el centro de mi razonamiento: recargado.
Caminamos por nuestra propia vida cargando un equipaje excesivo. Tratamos de acaparar y coger peso que nuestros hombros soportan con dificultad. Debemos liberarnos de esa demasía de equipaje que lastra nuestras acciones y mediatiza nuestro comportamiento.
Libremos de añadidos a ideas, sentimientos y actos. Movámonos con lo imprescindible que haga que nuestros pasos sean más sencillos, ágiles y cómodos.
Nos imponemos muchos corsés sociales que constriñen lo que de verdad somos. El mundo hiperconectado en el que vivimos no facilita tampoco las cosas. Es una época de excesiva exposición pública que ha llevado a barroquizar (no se me ocurre otro término mejor) a los que allí se exhiben.
Tendemos a hacer complejos sentimientos sencillos, espontáneos, incluso ingenuos. Le ponemos muchas capas a un abrazo, a un beso o a una caricia. Dotar a la vida de sencillez no significa banalizarla. Apostemos por decir en voz alta aquello que sintamos o pensemos sin que haya que vestirlo con extraños ropajes. No hablo de eliminar los mínimos filtros sociales que garantizan la convivencia, me refiero a pensar de manera simple y verbalizar aquello que surge de esa manera.
Al igual que calculamos a la perfección el equipaje permitido en un avión y para ello nos limitamos a portar lo imprescindible, actuemos de igual manera con lo mínimo y estrictamente necesario para caminar por nuestra vida. Nos complicamos en enmarañar la vida de los demás embrollando la nuestra. Paremos. Quitemos todas las palabras que sobran para que la frase sea bella y perfecta sin que le sobre o falte nada.
Vivimos con la sensación de que si algo no es complejo o sofisticado no puede ser único. Pocas cosas son más sencillas que sonreír y hace único al que nos dedica ese gesto.
Hay un ejercicio que me gusta realizar de vez en cuando y que ejemplifica lo que os cuento hoy: “Despejad totalmente vuestra mesa. Poned todos los objetos que teníais en una caja. Según vayáis precisando las cosas, id recuperándolas de la caja. Después de poner en práctica esto durante una semana, podréis comprobar que muchas de las cosas de las que habitualmente tenemos en nuestros escritorios nos sobran, no hemos tenido necesidad de ellas. Eliminadlas, no ocupan más que espacio.”
Sustituid la mesa por lo cotidiano, por lo habitual de vuestras vidas y en vez de caja donde guardar, apartad mentalmente las cosas que sobran. Pocas son verdaderamente necesarias. Dependen de nosotros no de las reglas que marque el exterior.
Y tú ¿qué opinas?
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