La escena la hemos visto repetida a nuestro alrededor de manera constante. La presenciamos en cada banco, en el metro, eligiendo un artículo en una tienda o, sencillamente, andando. No distingue de sexos ni, casi, de edades. Dos elementos son imprescindibles: el humano y la máquina.

Si esperamos un poco, podemos ver como el humano acerca a su rostro al ingenio hasta una distancia prudencial que le confiere una intimidad buscada de confidente. Y comienzan los susurros. Es un monólogo breve, intenso y conciso.

Ya está se ha lanzado un mensaje que será traducido a ceros y unos para ser transmitido. El aparato se aleja del rostro del humano. Ahora queda la espera, la respuesta al comentario, a las preguntas a la duda o a la propuesta.

En la era de la comunicación hemos retrocedido a los albores del siglo pasado cuando se inventó la radio. Las comunicaciones eran unidireccionales ya que la tecnología no permitía el uso simultáneo de las frecuencias.

Se emitía el mensaje y se esperaba la respuesta del destinatario al lanzamiento de comunicación. En medio surgían las dudas de sí se había producido realmente la comunicación y si, al otro lado, alguien había recibido el mensaje. Inicios de una comunicación rudimentaria mediatizada por los avances de la época.

Nuestro humano, el que acaba de emitir el mensaje, comprueba la recepción del mismo. Actualiza la aplicación y obtiene respuesta a su envío. Un suspiro de alivio interior aflora en sus ojos. ¡Menos mal que hay respuesta! Y procede a reproducir el contenido de la misma.

Los manuales clásicos nos enseñaban que los elementos de la comunicación eran emisor, receptor, mensaje y canal. Todos estos elementos combinados y aderezados con el retorno y la recurrencia hacían del acto humano de la comunicación la enseña que nos diferenciaba del resto de animales.

Si subimos un escalón en el proceso llegamos a las puertas del diálogo. Para jugar a este juego, precisamos mínimo dos participantes en igualdad de condiciones.

El mensaje recibido cambia la expresión del receptor. No sabemos si para bien o, todo lo contrario, para mal. Los ceros y los unos de la respuesta se han trastocado en un mohín de enfado. O de alegría. Abrir un mensaje es muy similar a descubrir lo que contiene un sobre sorpresa de la feria. Nos podemos encontrar con algún premio de la tómbola o con la decepción de la nada.

Nuestro mundo actual es cien por cien comunicación (sólo hace falta comprobar el número de líneas de teléfonos móviles o de perfiles en redes sociales) pero vivimos tiempos en los que el diálogo es cero. Hemos lanzado millones de mensajes unidireccionales que, en la mayoría de los casos, buscan satisfacer las ansias de contar, de extender nuestro discurso.

Es natural que el humano que nos acompaña en el artículo de hoy centre toda su atención en emitir y recibir mensajes grabados.

No hace mucho, impartiendo una escuela de padres, hablaba de la comunicación entre los adolescentes. Ponía el foco en la preposición ya que “entre” los adolescentes no se manifestaba esa falta de comunicación. Era “con” los adolescentes cuando comenzaban las discrepancias. El auditorio se pronunció muy de acuerdo con este razonamiento. Pero fui más allá al solicitar a los asistentes que comprobaran en cada una de las redes sociales que participaban el número de mensajes emitidos y recibidos. Al poco las expresiones de asombro se sucedían. Después de un recuento rápido convenimos que, de media, todos tenían varios miles de mensajes. Pasado el momento de extrañeza, les propuse hacer el ejercicio con sus hijos y que les comentaran cuántos mensajes tenían en sus móviles. Las respuesta me fueron llegando en las semanas posteriores y todos apuntaban en la misma dirección. Había una cantidad ingente de mensajes que rozaban lo increíble.

Acabé el ejercicio solicitando una reflexión conjunta. De todos esos mensajes ¿cuántos les habían ayudado, aportado o explicado algo que les resultara necesario? Las respuestas positivas fueron escasamente de un 10%.

Nada posee la bondad o la maldad absoluta, sería una manera muy simplista de pensar. Reflexionemos sobre ese gesto que nos acompaña en muchas ocasiones a lo largo del día con el que iniciaba el artículo.

Dedicar un momento a una comunicación de calidad es avanzar en los diálogos. Significa poner fuerza en nuestro mensaje al tiempo que le damos toda la importancia a nuestro comunicante.

Avancemos y no permanezcamos en los inicios del siglo XX porque si no deberíamos terminar nuestros monólogos comunicativos como se hacía en la época: cambio y corto.

Imagen © Rawpixels

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