Llego a un establecimiento y al abrir su puerta veo, delante de mí, la luna de cristal empapelada. Me detengo sobre los distintos carteles fijados allí y comienzo a leerlos:
- Prohibida la venta de alcohol a menores de 18 años.
- Se prohíbe jugar a la pelota en este recinto municipal.
- Perros no.
- No disponemos de servicio de terraza.
- No se puede acceder a la cafetería ni descalzos ni en traje de baño.
Todos informan de limitaciones que el propietario del negocio ha decidido implantar: jugar a la pelota, la forma que hay que vestir para acceder, las bebidas, el tipo de servicio que se ofrece o la restricción de acceso a los animales.
No analizo las prohibiciones. Cada uno en su ámbito tiene la libertad absoluta de limitar cualquier cosa nos agrade o nos parezca mal. Pongo foco en lo que esa cartelería transmite cuando llegas a un lugar y lo primero que ves son estos mensajes con un sesgo limitante y negativo que nos dan la acogida. El lenguaje muestra aquí el inmenso poder que posee: unas simples líneas en un papel pegado condicionan nuestra actitud.
Limitar también es, sin duda, regular. Y en ocasiones es muy necesario ya sea por seguridad o por orden. Cuando prohibimos limitamos, pero también nos limitamos porque las prohibiciones son un bumerán que en algún momento nos alcanza e impacta contra nosotros (con toda certeza el establecimiento habrá recibido algún comentario sobre sus carteles).
El efecto de no poder hacer algo por una prohibición provoca un rechazo natural en el pensamiento del ser humano. Nuestra cabeza no está diseñada para ser constreñida por un espacio limitado por muros edificados con prohibiciones. Necesitamos amplitud de ideas y libertad que provoquen pensamientos y creación; opiniones y gustos o distintas maneras de abordar las situaciones.
¿Qué sensación tenemos cuando llegamos a un lugar y nos colocan un gran “no” delante de nuestros ojos? Resulta chocante que la tarjeta de visita de un establecimiento sea una declaración de intenciones de lo que no se puede hacer.
Lo que fomenta este lenguaje, de primeras, es rechazo. Y, seguramente, la atención que nos proporcionen allí sea excelente, o todo lo que pidamos sea exquisito, o el trato que nos den sea irreprochable, pero en este caso, han convertido el lenguaje es un arma que han utilizado contra el cliente.
En multitud de ocasiones, cuando conocemos a alguien, sus primeras palabras condicionan nuestra relación. Luego avanzamos y podemos haber tenido una mala primera impresión que podremos cambiar (aunque hayamos perdido esa única oportunidad de causar una buena primera impresión). La imagen está creada. Volvamos al ejemplo del inicio y analicemos de nuevo los mensajes negativos y de prohibición.
Recuerdo en este momento la célebre frase “prohibido prohibir”, acuñada por las personas que participaron en el mayo del 68 parisino. La doble negación lleva al contrasentido imprimiendo un espíritu de que todo se puede hacer. Avanzo un paso más. Quizás todo sea tan sencillo como que cada individuo practicara la autorregulación con una simple consigna: si no es bueno para mí, no debe serlo para nadie.
Limitemos, acordemos, regulemos, pero no impongamos y, sobre todo, analicemos cómo lo transmitimos. Soy un firme defensor de la idea de que para poder vivir en sociedad hay que buscar la armonía. Es uno de los valores que debemos perseguir. Todos debemos encajar en un paisaje en el que no sobre ningún color. Habrá que ver cómo los combinamos, pero nunca rechazando. Y el lenguaje fomenta, en esta ocasión, el rechazo.
Si me prohíben me estanco, si prohíbo no dejo avanzar. Pactemos, dialoguemos, tracemos límites que regulen pero que no cercenen libertades y menos con el lenguaje.
¿Prohibiciones? ¿Negaciones? Razonemos cómo hablamos y escribimos porque es la imagen que transmitimos de nosotros a quien tenemos delante o nos lee.
Y tú ¿qué opinas?
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