Nos empeñamos en muchas ocasiones en tener que realizar ritos que quizás no suscribimos. Esto se repite en incontables situaciones de la vida y nos instalamos en una inercia que nos lleva a vivir en escenarios que, si los viéramos desde fuera, nos parecerían absurdos e incluso cómicos.
Esto lo comprendemos enseguida cuando conocemos usos o costumbres que son ajenos a nuestra cultura. Lo vemos todo con ojos de extranjero y con un punto de incomprensión.
Así, tenemos que comer ciertos alimentos ciertos días, observar implacables la cuenta atrás de un reloj, vestir con unas ropas chocantes, apostar todos nuestros cambios de vida al azar, encadenar una celebración con otra en las que, en numerosas ocasiones, no conocemos ni a nuestro compañero de silla, realizar exaltaciones de los sentimientos como si el mundo fuese a concluir una noche concreta o perpetrar algunos ridículos causados por excesos etílicos.
Estos sucesos se han instalado en nuestras vidas de manera histórica y poco nos planteamos su origen y sentido en la actualidad.
Finalizar el año es uno de esos acontecimientos que celebramos como si el fin de la humanidad hubiese llegado.
Las celebraciones se multiplican. Las felicitaciones nos inundan por todos los medios, ya sean los clásicos o los más tecnológicos. Hay una carrera contrarreloj para no quedarnos fuera de esta vorágine. Pero ocurre, en considerables casos, que todo se reduce a fuegos de artificio: una gran explosión, magnífica, grandiosa y, en apenas unos segundos, el cielo vuelve a apagarse.
Lo efímero no perdura.
Opto por añadir a este momento una dosis, aunque sea pequeña, de reflexión. Es un valioso momento para desplegar delante de nosotros el calendario que ha dirigido todo nuestro año y dedicar un momento a volver a recorrer uno a uno todos los días que lo han formado. Ya hace años que practico este ejercicio con mi agenda enfrente. Es un rato impagable. En algún momento he perdido la noción del tiempo delante de esas páginas que recogían horas y días ya caducados.
Es momento de sonrisas que llevan a recuerdos y gestos de esfuerzo. De repente, tenemos delante de nosotros de nuevo a aquel plazo que nos resultaba imposible cumplir, aquella reunión que se aventuraba complicada, ese examen que no íbamos a aprobar, la entrevista que parecía que nunca se acababa o el momento de comenzar una exposición ante un auditorio desconocido.
Día a día, semana a semana, inventariamos un año de nuestra vida con la visión del momento presente. Aquí cobra valor el ejercicio. Es el instante de la reflexión, de decir “esto no lo volvería a hacer así”, de pensar en por qué se torció aquel proyecto o preguntarnos por qué aquella persona nos sorprendió.
También es tiempo de alegrarnos con todas las personas que han entrado a formar parte de nuestra vida, de pensar qué bien hicimos aquella aportación en una reunión que se preveía tensa o de recordar, en silencio, todos los días que nos hemos ido a casa pensando que la vida merecía mucho la pena. Mucho.
Pasar los dedos por las cincuenta y dos semanas del año engrandece los recuerdos en nuestra cabeza.
Cuando iniciamos un nuevo año, se suceden de manera interminable las listas con buenas intenciones que todas las personas nos proponemos. Encontramos todo tipo de planteamientos, desde los más sencillos hasta los más pretenciosos. Son deseos que nacen de la buena disposición de cada uno a comenzar este nuevo periodo de tiempo.
Hacer propuestas es darnos una nueva oportunidad con algo que no hemos podido alcanzar. Lo que ocurre es que las buenas intenciones de fin de año caducan en el momento en que las manifestamos.
Somos conscientes de que las propuestas recogen las espinas que tenemos clavadas en muchos ámbitos (los estudios, la forma física o la salud) y son una manera de volver a decirnos que somos capaces de conseguir lo que nos propongamos.
Siempre he comparado este tipo de declaración de intenciones con las colecciones de fascículos que todos hemos completado. Estábamos ansiosos porque llegara el día de la semana que salía a la venta otra entrega. Al final, las colecciones se pagaban, se encuadernaban y lucían magníficamente en una librería ¿las hemos consultado alguna vez?
Por esto, cuando alguien, en un alarde de originalidad, nos comenta cuáles son sus intenciones para el año que comienza, todos ponemos un semblante mezcla de incredulidad, asombro y conocimiento certero de que nada de eso se va a cumplir.
Verbalizamos nuestros planes para que nuestra cabeza respire aliviada. Nuestras neuronas deben pensar: otro propósito fallido. No nos engañemos. ¿Para qué hablamos de hacer cosas que no vamos a cumplir?
Imaginemos este mismo hecho si lo tuviésemos que contar a un niño. Le hablaríamos de lo bueno, maravilloso, extraordinario y magnífico que es aprender un idioma. Las ventajas que nos va a procurar. Los beneficios incalculables para nuestro futuro laboral. La singularidad que nos va a aportar a nuestro currículo. Pues bien, después de toda esta cháchara le decimos: todo lo que te he contado es mentira porque no lo voy a cumplir.
Esto es lo que nos decimos año tras año. Enero tras enero. Hacemos una lista de deseos de humo que desaparece en el momento que sopla el viento del esfuerzo.
Esta es la razón de los incumplimientos: hay que esforzarse por conseguir lo propuesto. Si no existiera sacrificio ya habríamos adelgazado, aprendido inglés o mejorado nuestra forma física.
Después de esta dosis de realidad, os propongo, como siempre, pensar en positivo. Os planteo que hagáis vuestra lista de propósitos REALES (si, con mayúsculas) para este año que comienza en breve. No os vayáis muy lejos. Haced una lista con validez de tres meses. Pasado este tiempo, la analizáis y redactáis otra. Objetivos precisos y compromiso con los mismos.
Los compromisos se hacen para ser cumplidos ya que de no ser así se convertirían en mentiras documentadas. Estos siempre se ofrecen de manera voluntaria porque una parte fundamental de su sentido radica en la libertad para establecerlos.
Los propósitos no debemos restringirlos al inicio del año o coincidiendo con épocas de buenos deseos. Nuestra vida debe regirse por compromisos con nosotros mismos, en primer lugar y con el resto de personas a continuación. Comprometernos es crecer en responsabilidad y una de las mejores maneras de fomentar el desarrollo personal y productivo.
Doce meses son mucha vida.
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